viernes, 9 de mayo de 2008

LA MUJER DE JUAN MANUEL DE ROSAS / DOÑA ENCARNACION DE EZCURRA

LA CREADORA DE JUAN MANUEL DE ROSAS

Sábado 10 de Mayo de 2008

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N° 116 - La encarnación de dos almas


[Investigación histórica de J. Ramiro Podetti]


Don Juan Manuel de Rosas nació en Buenos Aires el 30 de marzo de 1793, en el seno de una familia de estancieros. Luchó contra los portugueses en la Banda Oriental y conformó la compañía de niños del regimiento de Patricios durante las invasiones inglesas, donde se desempeñó como ayudante de Santiago de Liniers. Se unió desde temprano al movimiento y a la causa patriotas conducidos por Rodríguez Peña, Belgrano y Moreno, participando como sargento mayor del Cabildo abierto de mayo de 1810. Acompañó al ejército del Alto Perú y combatió en Suipacha y en Huaqui.

Doña Encarnación Ezcurra nació también en Buenos Aires el 25 de marzo de 1795. Se casó con Rosas el 16 de marzo de 1813. Fue la más fervorosa colaboradora de su marido, por quien sentía una verdadera devoción. Actuó en forma brillante en las circunstancias políticas más delicadas y difíciles. Gozaba de una enorme popularidad entre los humildes, débiles y desposeídos, a los que protegía y halagaba, recibiéndolos en su casa. Llegó a ser el brazo derecho de su marido amado, con esa impunidad, habilidad, perspicacia y visión que es peculiar de la mujer. De una lealtad y fanatismo inclaudicables, sin embargo ella sólo inducía, sugería, sugestionaba, dueña de una inteligencia exquisita. Rosas se refirió a su esposa así: “digna compañera de mis cansados días, mi fina esposa y amiga”. Falleció en Buenos Aires el 20 de octubre de 1838, y su sepelio dio lugar a grandes demostraciones de duelo por la desaparición de quien recibiera el título popular de heroína de la santa Federación. El solemne cortejo fue acompañado hasta el convento de San Francisco por una doliente multitud de más de 25.000 personas en una ciudad de 60.000 habitantes.

Don Juan Manuel de Rosas y doña Encarnación Ezcurra: la encarnación de aquellas dos almas fue completa, en forma nominal, afectiva y efectiva.

Tras los primeros años de la Revolución de Mayo, consumidos en la obra de diseminar y difundir sus propósitos dentro y fuera del virreynato, todas las energías del impulso patriota se invirtieron en la inmensa gesta americanista, y hasta Ayacucho, cada una de las luchas del continente contaron en primera fila con los mejores cuadros de la Argentina. Pero en realidad de verdad, mientras tanto, y por más de dos décadas, la anarquía era la que estaba al mando del vasto y deshabitado territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata, el país en formación era un hervidero y la violencia cerril proyectaba su sombra. Será Rosas el que creará los fundamentos y el principio de una autoridad nacional en la Argentina, y quien la aplique exitosamente por primera vez en el ejercicio del poder por veintipico de años.

El 1º de diciembre de 1828 el general Juan Lavalle –el “sable sin cabeza” como lo llamara San Martín, un militar brillante pero manipulado por los “doctores” unitarios sin escrúpulos provenientes del partido directorial- había depuesto y luego fusilado al gobernador de Buenos Aires, el coronel Manuel Dorrego, héroe de cien combates en todas las guerras de la independencia y caudillo federal indiscutible de los barrios bajos. Rosas unió sus fuerzas con las del santafecino Estanislao López y ambos vencieron a Lavalle en Puente de Márquez el 26 de abril de 1829. Ya para entonces todos ponían los ojos en ese ganadero, el más importante de Buenos Aires, administrador de las estancias más organizadas, disciplinadas y productivas del país, el creador de la industria del saladero y el fundador del capitalismo en la Argentina –y al mismo tiempo el fundador de una forma de superarlo, mediante el ejercicio de la justicia social-. Capitán general de campaña y jefe de un ejército de gauchos victorioso en la guerra contra el indio –los Colorados del Monte-, base verdadera del ejército popular y nacional.

En diciembre de 1829 Rosas fue nombrado gobernador de Buenos Aires con poderes extraordinarios. Designó un gabinete de lujo, incluyendo a Tomás Guido como ministro de Gobierno y de Relaciones Exteriores, Manuel J. García como ministro de Hacienda y Juan Ramón González Balcarce como ministro de Guerra y Marina. Confiscó las propiedades de los conspiradores de 1828 y utilizó estos fondos para recompensar a los veteranos de su ejército restaurador y a los agricultores y peones que habían sufrido grandes pérdidas en la lucha, en medio de una persistente sequía de tres años.

En diciembre de 1832 Rosas fue reelecto gobernador pero no aceptó el cargo, rechazándolo por tres veces, a pesar de las súplicas del pueblo y de la Legislatura. Para entonces el partido Federal estaba ferozmente dividido entre los “doctrinarios”, “cismáticos” o “lomos negros” y los leales al Restaurador, los “ortodoxos” o “apostólicos”. Rosas no acepta presiones y organiza un Ejército Expedicionario de dos mil hombres, se aleja de la ciudad y de la provincia, y se interna en el desierto por más de mil kilómetros hasta el Paralelo 42, alternativamente combatiendo y negociando con los caciques indios. Conquista cerca de 100.000 kilómetros cuadrados de territorio hasta Neuquén y Río Negro en los Andes, rescatando también a dos mil blancos cautivos de las tolderías. Además lleva científicos, geógrafos, médicos, ingenieros, astrónomos. Es un ejército politizado y adoctrinado. El santo y seña de cada día lo fija el propio Rosas: por ejemplo, “para ser amado del pueblo / hay que aliviarlo”, “para mandar es necesario / aprender a obedecer”. Toda esta obra lo hace acreedor por la Legislatura al título de “héroe del desierto”, el que por extensión se aplica popularmente a doña Encarnación, a la que el pueblo llama, significativamente, “la heroína”.



Por lo demás, Rosas guarda estricto silencio sobre los sucesos de la capital. Juan Ramón Balcarce había asumido la gobernación de Buenos Aires. Es un hombre honrado pero débil y sin ningún talento administrativo. Desde el principio comenzaron a surgir desavenencias entre sus partidarios y los de Rosas. Su primer desatino fue designar como ministro de Guerra al general Enrique Martínez, referente y director de la facción federal sin Rosas, sin los hombres de Rosas y sin la política de Rosas, quien se hizo de inmediato el hombre fuerte del gobierno. Muy pronto la situación se tornó insostenible. Juan Manuel le escribe a su mujer aconsejándola: “Ya has visto lo que vale la amistad de los pobres y cuánto interesa atraerlos. Escríbeles con frecuencia y mándales cualquier regalo... Los amigos fieles que te hayan servido, déjalos que jueguen al billar en casa”.

Doña Encarnación finalmente resuelve actuar. Le escribe a Rosas: “Cada día están mejor dispuestos los paisanos, y si no fuera que temen tu desaprobación, ya estarían reunidos para acabar con estos pícaros antes que tengan más recursos” (23/ago/1833). Rosas no contesta. “Yo les hago frente a todos y lo mismo me peleo con los cismáticos que con los apostólicos... aquí a mi casa no pisan sino los decididos” (14/sep/1833) (...no parece la mejor expresión del mal llamado “sexo débil”). Rosas guarda silencio. Pero su casa en la ciudad es un centro febril de actividad tejido por la heroína de la Federación. Ahí se cruzan señores de levita con hombres de poncho, “federales de categoría” con caudillos de parroquia, informantes de toda índole con el prestigioso general don Facundo Quiroga, y todos mezclados con mestizos y mulatos, negros libertos y gauchos de las orillas: la chusma que tanto escandalizaba a unitarios y cismáticos.

Hace hoy ciento setenta años, el 11 de octubre de 1833, se inicia el levantamiento. Ese día va a sesionar un tribunal para enjuiciar al propietario de “El Restaurador de las Leyes”, órgano de prensa de los apostólicos. La ciudad amanece empapelada desde el centro hasta los suburbios con grandes afiches que en enormes letras coloradas anuncian: “Hoy juzgan al Restaurador de las Leyes”. Una multitud se congrega en el Cabildo, sede de la administración de justicia, ocupando las galerías y el patio. El griterío y las consignas determinan que el tribunal decida que no está en condiciones de sesionar. La guardia desaloja el edificio, pero la multitud crece en la calle y en la plaza. Sale la guardia del Fuerte y cruza la Recova, formando frente a la enardecida concentración popular. Se viven momentos de gran tensión y conatos de enfrentamiento. Finalmente la multitud se dispersa, pero sólo para reconcentrarse en Barracas. Esta multitud es el alma del pronunciamiento, y en ella hay muy pocos “federales de categoría”. Es una revolución política, pero también es una revolución social. El verdaderamente salvaje unitario Juan Cruz Varela los describe como “ilustre comitiva de negros changadores, mulatos, los de poncho en general”. Es la ilustre comitiva que promueve, representa y conduce la heroína.

Ahora la concentración de la Revolución de los Restauradores se fija tras el puente de Gálvez, junto a la orilla sur del Riachuelo. El día 13 una partida asalta el cuartel de Quilmes y se apodera de las armas. El gobierno imparte la orden de reprimir, pero gran parte del ejército, al mando del guerrero de la independencia general Mariano Rolón, se pliega al pronunciamiento con fuerzas y oficiales. Se aclama entonces al general Agustín de Pinedo como jefe militar de la revolución.

Al amanecer del 1º de noviembre Pinedo da la orden de avanzar sobre la ciudad. Sus fuerzas suman en ese momento 7.000 milicianos armados y bien decididos. La Legislatura, reunida precipitadamente, pide veinticuatro horas. Al día siguiente es exonerado Balcarce y se designa gobernador a Juan José Viamonte. El general Enrique Martínez se exilia en Montevideo y se inicia una serie de gobiernitos provisionales sin estabilidad que no terminan de resolver la crisis.

La Revolución de los Restauradores amalgamó a caudillos de barrio y sus séquitos de hombres de avería con soldados y guerreros de la independencia, a gauchos de “hacha y chuza” con hacendados de la viejas familias patricias como los Anchorena, Arana y Terrero. De esta amalgama resultará la creación de Sociedad Popular Restauradora, mejor conocida como la “Mazorca”, nombre proveniente de su emblema, que ya era usado por algunas logias peninsulares como símbolo de apretada unión. Pero también de un “ritual” espontáneo del centro de la ciudad, en el que pandillas de muchachones federales solían introducir una mazorca por la parte de atrás de los pantalones de los señorones unitarios y lomos negros.



Bajo la inspiración y habilidad de doña Encarnación se acabó así con “la flor y nata de la chocarrera pillería, de la más sublime inmoralidad y de la venalidad más denigrante” (carta del general don José de San Martín a Tomás Guido, 1º/feb/1834). [...] “En ella [la ciudad de Buenos Aires] se encuentra la crema de la anarquía; de los hombres inquietos y viciosos; de los que no viven de los trastornos, porque no teniendo nada que perder, todo lo esperan ganar en el desorden; porque el lujo excesivo multiplica las necesidades y éstas se procuran satisfacer sin reparar en los medios; ahí es donde un gran número no quiere vivir sino a costa del Estado y no trabajar”. [...] “Yo creo que los últimos acontecimientos van a poner fin a los males que nos han afligido desde el año 10, y que a nuestra patria se le abre una nueva era de felicidad... Concluyo diciendo que el hombre que establezca el orden en nuestra patria –sean cuales sean los medios que para ello emplee- es el solo que merecerá el noble título de su Libertador” (San Martín a Guido, ídem).



Desalojados del poder Balcarce y Martínez, pero con la revolución no del todo decidida, para sorpresa de los lomos negros, Rosas concluye la campaña y ¡licencia el ejército en Bahía Blanca! Ha ganado una batalla de aproximación indirecta, pero ha sido una batalla política de aproximación indirecta. Su abandono del gobierno ha sido un riesgo sobradamente calculado en una brillante operación de distracción. Vuelve entonces -¡solo!- a la ciudad y se esparce el rumor de que abandona la vida pública y se exilia del país. Evidentemente, Rosas es el precursor de un estilo muy nacional y propio de ejercicio de la política popular.

A la caída de Viamonte le sucederá en la dilación de la resolución de la crisis el interinato de Manuel Maza, presidente de la Legislatura. Pero en febrero del año siguiente, ante la masacre de Barranca Yaco y el tremendo crimen que se lleva la vida del general Quiroga –junto a Rosas y a López una de las tres personalidades hegemónicas del país-, en gravísimas circunstancias, la Legislatura de Buenos Aires sanciona la ley del 7 de marzo de 1935, por la que se otorga el gobierno a don Juan Manuel de Rosas por cinco años, y con la suma del poder público. La significación de esta decisión es extraordinaria no sólo por el hecho del poder que confería, sino porque era la culminación de la larga lucha por el poder interno del partido Federal, y en este sentido el verdadero y definitivo resultado del pronunciamiento popular del 11 de octubre. Desde el punto de vista institucional significó la imposición de una dictadura legal que perduraría por diecisiete años hasta la derrota popular y nacional de 1852 . Pero Rosas no aceptó la decisión de la Sala. Dada la naturaleza del poder que se le confería y para asegurar su mayor legitimidad, contestó que sólo aceptaría si era una resolución explícita del pueblo. La Legislatura decidió entonces llamar a un plebiscito en la ciudad, ya que se descartaba por innecesaria la consulta de opinión de la campaña, unánimemente favorable.

El plebiscito del 26 de marzo de 1835 arrojó un resultado aplastante: 9.316 votos a favor y 4 en contra. La pluma completamente insospechable de Domingo Faustino Sarmiento en Facundo reconoce: “Debo decirlo en obsequio a la verdad histórica: no hubo gobierno más popular, más deseado, ni más sostenido por la opinión”. Por primera vez desde la Revolución de Mayo, se unieron las provincias argentinas bajo un gobierno central, venciendo a la anarquía y la disgregación.


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